En las zonas urbanas de la época colonial, los carnavales fueron promovidos por la Iglesia Católica como un tiempo que marcaba el inicio de la Cuaresma. Mientras que en las zonas rurales, la fiesta coincidía con las épocas de lluvia, por lo que se fue volviendo una festividad agrícola. “Los comportamientos tolerados incluían burlarse de las autoridades, arrojar huevos podridos y, por supuesto, mojarse”, explica el historiador Jesús Cosamalón en una entrevista a la Pontificia Universidad Católica del Perú (PUCP).
Al inicio los carnavales fueron promovidos por la Iglesia Católica. “Era una manera de marcar el paso de un tiempo de caos a otro tiempo más ordenado, que marcaría la entrada a la Cuaresma. Los días de carnaval son como los días de la carne, en los que la gente puede comportarse de maneras en las que usualmente no podría”, explica el historiador Jesús Cosamalón.
Tras la independencia, la percepción de los carnavales cambió drásticamente. Las élites republicanas veían la celebración como indecente, asociándose con la inmoralidad de ciertos grupos étnicos. A pesar de ello, una parte de la clase alta participaba en festejos privados más controlados, con máscaras y agua perfumada, buscando una versión más decorosa de la festividad, señala.
La Guerra del Pacífico marcó un cambio en la percepción de las élites sobre el carnaval, al reconocer la necesidad de integrar lo popular en la identidad nacional, indica el experto.
En la actualidad los carnavales se han convertido en una de las tantas herramientas que tiene el Perú para promover el turismo y la participación popular. La tradición de jugar con agua, polvo, fiestas y comparsas ha perdurado como una práctica arraigada.