En los círculos cinematográficos, cuando se pronuncian las palabras “piedra de toque generacional”, los mismos títulos salen inevitablemente de la lengua: desde la invención del medio, las películas han poseído un poder singular para reflejar a su público, captando sus aspiraciones y ansiedades y reflejándolas como verdades tranquilizadoras o acusaciones inquietantes.
Los miembros de la Generación de los Mayores que nacieron en las décadas de 1910 y 1920 alcanzaron la mayoría de edad con los Pequeños Traviesos, y luego vieron reflejadas las aleccionadoras realidades de su vida adulta en dramas como Viñas de ira y Los mejores años de nuestra vida. En la década de 1950, los melodramas Al este del Edén, Rebelde sin causa y Peyton Place reflejaron la insatisfacción naciente con el conformismo de la época, una intranquilidad que alcanzó su máxima expresión en la década de 1960 con El graduado y Easy Rider.
Desde entonces, los baby boomers –el grupo demográfico dominante económica, política y culturalmente en casi todas las décadas posteriores– han tenido una película para cada edad y etapa, desde sus divorcios en Una mujer soltera y Kramer contra Kramer hasta su ambivalencia ante el envejecimiento en El gran escalofrío.
Y estos retratos contemporáneos de la vida moderna no eran sólo blancos y de clase media: mientras Dustin Hoffman flotaba por la vida en la piscina de sus padres y Peter Fonda y Dennis Hopper recorrían en moto la contracultura, Ivan Dixon daba voz a las luchas y triunfos de los obreros afroamericanos del Sur en Nothing but a Man. Si Woodstock echaba una mirada retrospectiva a un idealismo de los 60 que ya era un tenue recuerdo en 1970, la comedia de 1975 Cooley High era un retrato igual de vívido de unos adolescentes negros que pasaban un día despreocupado saltándose el instituto en Chicago. Por cada trágica Love Story había una dura pero divertida y optimista Claudine (1974), protagonizada por Diahann Carroll como madre soltera que se busca la vida y encuentra el amor en Harlem.