Escrito por: Sergio Trejo Ai
Jerusalén, el día 14 de Nisán, año 30 d.C. Al caer la tarde…
La ciudad se encuentra envuelta en un aire de solemnidad. Es la víspera del Sabbat, y los preparativos para la Pascua han comenzado. Los peregrinos llenan las calles empedradas de Jerusalén. Entre ellos, un grupo camina en silencio: doce hombres siguen a su Maestro hacia una casa en la parte alta de la ciudad. Jesús de Nazaret ha dispuesto todo para la cena pascual.
En el aposento alto, alumbrado por lámparas de aceite, los discípulos se sientan a la mesa, reclinados como era costumbre. Se come pan ázimo, se bebe vino, se recuerdan los días de Egipto. Pero esta noche es distinta.
Jesús se levanta, se ciñe una toalla y comienza a lavar los pies de sus amigos. Pedro se resiste:
—Señor, ¿tú me vas a lavar los pies?
—Lo que yo hago, ahora no lo entiendes, pero lo entenderás después…
Luego, parte el pan, lo bendice:
—Tomad y comed, esto es mi cuerpo.
Y tomando la copa:
—Bebed todos de ella, porque esta es mi sangre, la sangre de la nueva alianza…
Los discípulos no comprenden del todo. Uno de ellos, Judas Iscariote, ha recibido del Maestro un bocado y ha salido a la noche. Nadie sospecha. Solo Jesús sabe lo que está por suceder.
Cantado el Hallel, el grupo desciende por la ciudad silenciosa y atraviesa el torrente Cedrón. Se dirigen al Huerto de Getsemaní. Allí, entre olivos centenarios, Jesús se aparta a orar.
—Padre, si es posible, que pase de mí este cáliz… pero no se haga mi voluntad, sino la tuya.
Tres veces ora, y tres veces halla a sus discípulos dormidos. La angustia le oprime el alma hasta sudar sangre.
Pasada la medianoche…
Se oyen pasos, antorchas, el sonido metálico de espadas. Judas guía a una cohorte romana y a los guardias del Templo. Se acerca a Jesús y lo besa.
—¿Con un beso entregas al Hijo del Hombre? —le dice el Maestro.
Pedro desenvaina su daga y hiere a Malco, siervo del sumo sacerdote. Jesús le detiene:
—Vuelve tu espada a su lugar…
Lo arrestan, lo atan. Todos los discípulos huyen. Solo Pedro y Juan lo siguen de lejos.
Madrugada en casa de Caifás…
En la oscuridad de la noche, Jesús es llevado ante el Sanedrín. Un juicio ilegal, pues la ley judía prohíbe procesos nocturnos. Se presentan falsos testigos, sus palabras no coinciden. Caifás le pregunta directamente:
—¿Eres tú el Mesías, el Hijo de Dios?
—Tú lo has dicho… Y veréis al Hijo del Hombre sentado a la derecha del Poder…
El sumo sacerdote rasga sus vestiduras. Acusan a Jesús de blasfemia. Lo escupen, lo golpean. Mientras tanto, en el patio, Pedro niega conocerle. Tres veces. El gallo canta. Pedro llora amargamente.
Al amanecer…
Lo llevan ante Pilato, el gobernador romano. No pueden ejecutar a nadie sin su aprobación.
—¿Eres tú el Rey de los judíos?
—Tú lo dices.
Pilato lo encuentra inocente. Al saber que es galileo, lo envía a Herodes, en cuyo territorio nació Jesús. Herodes, burlón, lo viste con un manto y lo devuelve. Pilato intenta liberarlo, ofrece soltarlo por la Pascua. Pero la multitud, instigada por los sumos sacerdotes, pide a Barrabás, un rebelde.
—¿Y qué haré con Jesús, llamado el Cristo?
—¡Crucifícalo!
Pilato, cobarde, se lava las manos:
—Soy inocente de la sangre de este justo…
Jesús es azotado. Los soldados lo coronan con espinas, lo visten de púrpura, se arrodillan fingiendo adoración:
—¡Salve, Rey de los judíos!
El camino al Calvario – alrededor de las 9:00…
Jesús carga la cruz, agotado, desangrado. Recorre la Vía Dolorosa, un estrecho camino entre gritos, llantos y burlas. Una mujer —Verónica, según la tradición— se abre paso entre la multitud para secarle el rostro. Las mujeres de Jerusalén lloran:
—¡Hijas de Jerusalén, no lloren por mí! Lloren por ustedes y por sus hijos…
Jesús cae una, dos, tres veces. Los romanos obligan a un campesino que pasaba, Simón de Cirene, a llevar la cruz. La procesión se arrastra hacia el Gólgota, “Lugar de la Calavera”.
Al mediodía…
Le ofrecen vino con mirra para aliviar el dolor, pero lo rechaza. Lo crucifican entre dos ladrones. Clavos atraviesan sus muñecas y sus pies. Lo elevan en la cruz.
Un cartel dice: “Jesús Nazareno, Rey de los Judíos”.
Los soldados se reparten su ropa. La túnica, tejida sin costura, se sortea a los dados.
Desde la cruz, Jesús habla:
—Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen…
—Hoy estarás conmigo en el Paraíso…
—Mujer, he ahí a tu hijo… —le dice a María, señalando a Juan.
Desde el mediodía hasta las tres de la tarde, el cielo se oscurece. La tierra tiembla. El velo del Templo se rasga.
—¡Dios mío, Dios mío! ¿Por qué me has abandonado?
—¡Tengo sed!
—¡Todo está cumplido!
—Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu…
Jesús expira.
El centurión romano, testigo de todo, exclama:
—Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios.
Al atardecer…
Es la víspera del Sabbat. No puede quedar un cuerpo colgado. José de Arimatea, miembro del Sanedrín pero discípulo secreto, pide el cuerpo a Pilato. Nicodemo trae mirra y áloe. Envuelven el cuerpo en lienzos, según el rito judío de sepultura.
Lo colocan en un sepulcro nuevo, excavado en la roca, no lejos del Gólgota. Una gran piedra sella la entrada. María Magdalena y otras mujeres observan desde lejos.
Todo queda en silencio.
El cuerpo del Maestro reposa en la oscuridad de la tumba, mientras la ciudad entra en el descanso del Sabbat.
Ahora entramos en el Sábado de reposo y llegamos hasta el domingo glorioso de la Resurrección.
Crónica de la Espera y del Milagro
Viernes al anochecer – Comienza el Sábado (Shabat)
La piedra ha sido rodada. El sepulcro permanece cerrado, vigilado por el peso del silencio… pero también por algo más.
Los sumos sacerdotes, temerosos incluso después de muerto el Nazareno, acuden de nuevo a Pilato:
—Señor, recordamos que ese impostor dijo: “Después de tres días resucitaré”. Manda que se asegure el sepulcro hasta el tercer día…
Pilato, cansado, responde con frialdad:
—Tienen una guardia. Vayan y asegúrenlo como saben.
Y así lo hacen. Sellan la piedra —probablemente con cuerdas y lacre oficial romano— y colocan guardias ante la tumba. Irónicamente, mientras los discípulos están escondidos por miedo, son los enemigos de Jesús los que recuerdan su promesa.
Sábado – El Gran Silencio (día completo)
El sol se levanta sobre una Jerusalén tranquila. Es Shabat. Según la Ley de Moisés, nadie puede trabajar ni caminar más allá de un determinado número de pasos. Es un día sagrado de reposo.
Los discípulos están dispersos, escondidos. Pedro, devastado por la culpa. Juan, en silencio junto a María. Las mujeres esperan, anhelando terminar el rito de la sepultura que interrumpió la llegada del Sabbat.
Jesús, el Maestro, está en el sepulcro. Pero también ha descendido —como diría más tarde la tradición de la Iglesia— a los infiernos, al “Sheol”, el lugar de los muertos. Según el pensamiento judío de la época, los justos aguardaban allí la redención. Y ahora, el Redentor ha ido a buscarlos.
Es el día del silencio de Dios, pero también de su acción más misteriosa.
Domingo al alba – La Resurrección
Muy temprano, aún oscuro…
María Magdalena, junto con otras mujeres —María, madre de Santiago; Salomé—, caminan hacia el sepulcro. Llevan aromas y ungüentos. Se preguntan entre sí:
—¿Quién nos moverá la piedra de la entrada?
Al llegar, la ven corrida. La piedra, grande y pesada, ha sido desplazada. Y el cuerpo… no está.
Un ángel —como relámpago, con vestiduras blancas— les habla:
—¿Por qué buscan entre los muertos al que vive? No está aquí. ¡Ha resucitado!
Temblorosas, corren a anunciarlo. Pedro y Juan se levantan de golpe, corren al sepulcro. Juan llega primero, pero no entra. Pedro, impulsivo como siempre, entra y ve los lienzos en el suelo… y el sudario aparte, enrollado.
Algo ha sucedido. Algo que escapa a la razón.
Primeras apariciones…
María Magdalena, llorando fuera del sepulcro, se inclina. Ve a dos ángeles sentados donde estuvo el cuerpo. Se vuelve y ve a un hombre. Cree que es el jardinero.
—Señor, si tú lo has llevado, dime dónde lo has puesto…
—María…
Ella lo reconoce. Es Él.
—¡Rabbuní! —Maestro.
Jesús le dice:
—No me toques, porque aún no he subido al Padre. Pero ve y di a mis hermanos…
Así se convierte María Magdalena en la apóstol de los apóstoles, la primera en anunciar lo increíble.
Ese mismo día…
Dos discípulos caminan tristes hacia Emaús. Un forastero se les une. Les pregunta por qué están tristes. Le cuentan la historia del Nazareno, y cómo esperaban que Él fuera el que redimiría a Israel. El desconocido les explica las Escrituras desde Moisés hasta los profetas.
Al llegar a su casa, lo invitan a quedarse. Al partir el pan, lo reconocen. Él desaparece.
—¿No ardía nuestro corazón cuando nos hablaba en el camino?
Regresan corriendo a Jerusalén.
En la ciudad, Jesús se aparece a los Once (sin Tomás).
—Paz a ustedes.
Los discípulos, asombrados, creen ver un espíritu. Él les muestra sus manos y su costado.
—Tóquenme, vean… ¿Tienen algo de comer?
Le dan un trozo de pescado asado. Lo come delante de ellos.
De la noche del dolor a la aurora de la esperanza. Del Gólgota al sepulcro vacío. De la cruz… a la Vida que no muere.