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Recordamos los 75 años de la Revolución del 50 (parte I)

Arequipa se alzó contra las bayonetas. El colegio Independencia cercado resistió con piedras

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DIARIO VIRAL

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Escribe: Dante E. Zegarra López

 

Hace 75 años, el viejo Colegio de la Independencia fue sitiado. Y no por bárbaros, sino por su propio Estado. Los alumnos alzaron la voz. El Gobierno respondió con balas.

Aquel levantamiento fue la última gran página revolucionaria escrita por Arequipa. La más civil de todas las gestas desde la fundación republicana de 1825.

Hoy, los ecos de aquella revuelta aún sobreviven. Algunos testigos, como Luis Eduardo Podestá Núñez —entonces secretario de organización del Comité de Huelga, hoy con 94 años—, aún pueden nombrarlos.

Vivíamos a escasa distancia del pabellón norte del Colegio Nacional de la Independencia Americana. Lo teníamos todo cerca. Y lo escuchábamos todo.

Por entonces, era el único colegio nacional. Dos años después nacerían la Gran Unidad Escolar Mariano Melgar y el Colegio Militar Francisco Bolognesi. En la “I” estudiaban unos dos mil jóvenes.

El lunes 12, a las ocho de la mañana, la historia se sacudió. Dos petardos de dinamita estallaron. Rómulo Gonzales Paredes dio la señal.

Terminaba la ceremonia patriótica del izado de bandera. El grito “¡Viva el Perú!” fue seguido por otro más feroz: “¡Huelga, huelga!”. Las aulas se convirtieron en trincheras.

Los reclamos llevaban meses sin respuesta. Desde marzo, los estudiantes pedían lo elemental: orden, respeto, transparencia. Pero el desdén de las autoridades avivó el fuego.

La huelga fue organizada por Cuarto “B”. Quinto se negó. El resto se sumó con fervor. El pliego de demandas crecía con cada silencio oficial.

Exigían la destitución del director Juan Zela Koort y de profesores que llegaban ebrios al aula. También, el fin del puntaje disciplinario, esa pedagogía del castigo.

Querían acceso a la biblioteca, mejoras en los laboratorios de Química y Física, mejor comida en el internado. Y la rendición de cuentas del Club Escolar.

Esa mañana, Arequipa despertó con la voz de sus hijos. Nadie sospechó que sería también el despertar de su furia.

El martes 13, mi abuela Felícitas me recogió del colegio La Salle a las tres y media. Inusual. Solo llevaba dos meses y medio. Estaba en transición.
“¿Qué pasa?”, pregunté. “La revolución, hijito; la revolución”, dijo. Años después, entendí lo que eso significaba. Hidalgo lo resumió así: “Palabra que se pronuncia con los puños que nació en un vómito de sangre”.

Ese día, el colegio amaneció rodeado. Caballería por delante, tropas por detrás. Los alumnos de Quinto, que el día anterior callaron, intentaron romper el cerco policial.

Lo lograron después de media hora. Al mediodía, apareció el Prefecto del Departamento, coronel Daniel Meza Cuadra. No vino a parlamentar. Vino a intimidar.
Habló con tono glacial:
—Puedo traer dos mil soldados. Los sacarán uno a uno, se los entregarán a sus padres. Pero no quiero. Ellos no razonan. Ellos disparan.

Enumeró culatazos, bayonetas, ametralladoras. Pintó la escena de una masacre inminente. No tenían luz, ni comida. Solo agua. Les dio dos horas.A las dos en punto, el plazo venció. Dio una más. “Ni un minuto más, ni uno menos”, dijo.

El silbato del alférez José Torreblanca cortó el aire. Las ametralladoras y los fusiles emplazados en las chacras comenzaron a rugir. El asalto había comenzado.
Los guardias entraron por el pabellón norte. Los estudiantes los recibieron con ladrillos. Resistían con lo que podían: piedras, rabia y dignidad.

El segundo ataque vino con apoyo de un camión militar. Apuntaron y dispararon. Seis estudiantes cayeron heridos. Narciso Callata, obrero, recibió una bala. Solo miraba. Murió.Su cadáver fue despedido con toque de silencio. La bandera, izada a media asta. La ciudad comenzó a marchar.

Una procesión lo llevó al centro. En la Universidad San Agustín fue velado. Un niño repicó el somatén desde las torres de la Catedral.

En San Camilo, los trabajadores ofrecieron comida. En la oscuridad, los estudiantes escapaban de techo en techo. Soldados los perseguían como si fueran criminales.
Un teniente intentó entrar en casa. Mi padre, Luis Adán, lo enfrentó. “Las garantías no se han suspendido”, dijo. A medianoche, se impuso el toque de queda.

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Redacción

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