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Sor Ana de los Ángeles: entre terremotos y fe nació una santa mestiza

Ana de los Ángeles Monteagudo fue una mujer que desafió su tiempo y su vida encarna el alma firme y tenaz de Arequipa

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DIARIO VIRAL

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Escribe: Dante Zegarra López

 

A veces, la santidad no nace en el silencio, sino en el estruendo de una ciudad que no deja de caerse y levantarse. Así fue la vida de Ana de los Ángeles Monteagudo, nacida en 1602 en una Arequipa que se abría paso entre terremotos y linajes cruzados. Su figura, hoy venerada y objeto de estudios históricos y hagiográficos, no se comprende sin rastrear primero la compleja urdimbre de la que proviene: una familia donde los conquistadores españoles se enlazaban con la nobleza inca, y donde la devoción convivía con las pugnas por herencias y los vaivenes del poder virreinal.

La historia de Ana comienza con un apellido que habla de dos mundos. Por un lado, su padre, Sebastián de Monteagudo, vino de Villanueva de la Xara, en el Levante español, trayendo consigo la herencia de juristas y militares. Por otro, su madre, Francisca Ruiz de León, reunía en su sangre a los fundadores de Arequipa —como su padre Juan Ruiz de León, corregidor de la ciudad— y a la élite indígena —a través de su madre, Ana Palla, mujer de estirpe real incaica—. En el testamento de 1580 de Ruiz de León, este reconoce a Francisca como hija legítima y le deja no solo propiedades, sino también un espacio en la historia. De ese entrecruce, que no era raro en la primera colonia pero sí ilustrativo, nació Ana.

En 1586, el matrimonio Monteagudo-León selló una alianza con papeles notariales, dotes generosas y la promesa de ascenso social. Sin embargo, como suele pasar, el papel no resistió el temblor. Literalmente. La falta de una encomienda, ese privilegio colonial de explotar mano de obra indígena, dejó a la familia sin una base económica sólida. A eso se sumaron los terremotos de 1600 y 1604 que desfiguraron Arequipa, echando abajo casas y planes. Sebastián intentó salvar su situación con un viaje a España para solicitar mercedes reales; una especie de retorno al origen para sobrevivir en el presente. Regresó sin encomienda, pero con un hermano más en el equipaje y menos patrimonio que al partir. Meses después de su retorno le llegó el título de Familiar del Santo Oficio. No le dio fortuna pero si prestancia social. La casa familiar, entonces, era un símbolo perfecto: construida sobre privilegios, derruida por la tierra, defendida en los tribunales.

En ese entorno nacieron ocho hijos. Ana fue la cuarta. Nació un 26 de julio del 1602. Y como se estilaba entre las familias principales, fue entregada al monasterio de Santa Catalina a los tres años para ser educada. Allí aprendió letras y rezos, costuras y silencios. Volvió a casa a los ocho, pero algo había quedado sembrado en esos muros. La semilla de una vocación que ni los litigios familiares ni las promesas de alianzas ventajosas lograrían extirpar.
A los quince años, tras una visión de Santa Catalina de Siena, Ana tomó una decisión que rompió con las expectativas familiares: quiso profesar como monja. La escena ha sido contada muchas veces: una madre que la espera con joyas, vestidos, futuros prometedores; y una hija que lo deja todo por el hábito. En aquel gesto de firmeza adolescente se esconde una revolución silenciosa. Porque ingresar al convento, para muchas mujeres criollas de la época, era tanto una vía de escape como una afirmación de poder. En la clausura, donde el mundo se reducía a muros, Ana encontró el espacio para expandir su alma. Allí vivió hasta morir, convirtiéndose en priora, consejera, y en una de las figuras místicas más notables del Perú virreinal.

Pero su santidad no fue flor de invernadero. Creció entre escombros y estrategias. La Arequipa de Ana era una ciudad que se reconstruía sin cesar. En 1600 tenía apenas 4000 habitantes, y cada terremoto la obligaba a repensarse. El Monasterio de Santa Catalina era en sí mismo una ciudad dentro de otra: con propiedades rurales, complejas jerarquías, y una vida económica vigorosa. En ese entorno, Ana destacó no por sus bienes, sino por su ascetismo y visiones. Su figura encarna la espiritualidad barroca de la Contrarreforma, con sus énfasis en la interioridad, el sacrificio y las revelaciones sobrenaturales.
La biografía de nuestra beata es impresionante y continuará en la edición digital de Diario Viral del 27 de julio.

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