Escribe: Dante E. Zegarra López
El 28 de julio que no te contaron: secretos, símbolos y silencios de la Jura de la Independencia
Hay fechas que parecen estar hechas para la postal. Banderas al viento, próceres de mármol, discursos que se repiten sin fisura. Pero, como suele suceder con los grandes días, detrás de las imágenes oficiales se agazapan los secretos, los pactos bajo la mesa, las tensiones que no llegan a los libros de texto. La proclamación de la independencia del Perú en 1821 fue, al mismo tiempo, un acto solemne y un drama humano de proporciones épicas, cruzado por gestos heroicos, traiciones silenciosas y símbolos que aún nos interpelan. Esta es la otra historia del 28 de julio. La historia no contada.
La independencia en borrador: conspiraciones y juramentos de sangre
La víspera del acto glorioso comenzó entre sombras. El 15 de julio, cuando todavía se respiraba el incienso del virreinato, 350 hombres se reunieron clandestinamente en el Cabildo de Lima. No eran, en su mayoría, patriotas convencidos, sino una mezcla de criollos ambiciosos, comerciantes cautelosos y nobles con más miedo que principios. Se buscaba un texto que firmar, pero también una forma de salvar el pellejo ante lo inevitable.
El primer borrador del Acta de Independencia —obra del joven Pérez de Tudela— fue tachado de tibio. Fue Bernardo Monteagudo quien, con nocturnidad y pluma encendida, añadió frases que aún resuenan: “El Perú es libre por derecho propio”. Así, la historia comenzó a escribirse con tinta, presión política y promesas. Porque varias firmas fueron más compradas que convencidas: según cartas halladas en el Archivo de Indias, tierras, cargos y perdones sirvieron de moneda de cambio.
Ni siquiera el poder eclesiástico fue ajeno al forcejeo. El arzobispo Bartolomé María de las Heras firmó el Acta. La presencia de un destacamento militar en su residencia lo hizo retroceder. Aunque no participó de la ceremonia, su ausencia fue cubierta por una figura clave y poco reconocida: el prior del Convento de Santo Domingo, el fraile arequipeño Fray Vicente de Cavero. Fue él quien, con hábito y serenidad, representó a la Iglesia en el momento decisivo.
Mientras tanto, en el palacio de Torre Tagle, la Logia Lautaro celebraba un ritual masónico envuelto en símbolos y juramentos. San Martín y sus hombres, reunidos en torno a una mesa con una espada, un compás y la Constitución de Cádiz, sellaron su compromiso: “Que mi sangre sea derramada si traiciono este pacto”. La historia se volvía liturgia.
Fuego cruzado bajo los arcos de la Plaza mayor
El amanecer del 28 no fue solo de trompetas y repiques. Fue también de ejecuciones y advertencias. En las afueras de Lima, al menos una docena de espías realistas fueron fusilados. Entre ellos, el corregidor de Huacho (Hilario de la Quintana y Mendoza), que —según informes de la época— había urdido un plan para envenenar el agua que bebería San Martín.
En la iglesia de San Marcelo, el párroco se negó a tocar las campanas “de júbilo”. Su castigo: ser encerrado en su propia sacristía, custodiado por soldados armados. La libertad se abría paso a empujones.
Y entonces, el clímax. A las 11:43 de la mañana, San Martín apareció en el histórico balcón de Palacio. Pero ese detalle tampoco fue casual. Era el mismo desde el cual, décadas antes, Túpac Amaru II había sido mostrado como trofeo de la represión colonial. Escoger ese lugar fue una declaración sin palabras: una reparación silenciosa.
Pero la escena estuvo lejos de ser perfecta. La bandera que ondeó ese día, confeccionada apresuradamente por las monjas del convento de Jesús María, comenzó a deshacerse durante la proclamación. Fue Rosa Campusano, amante del Libertador, quien la sostuvo discretamente para evitar que se desplomara ante los ojos del pueblo. Una imagen de la patria: frágil, improvisada, sostenida por mujeres invisibles.
Y si el discurso fue breve, fue porque se descubrió a último minuto a un francotirador realista en el techo de la Catedral. Las palabras inflamadas dieron paso a un mensaje sobrio y rápido. A veces, el silencio también salva patrias.
Banquete amargo: platos sin limón y brindis truncos
El banquete que siguió a la proclamación fue un desfile de paradojas. En el Palacio de los Virreyes —ese mismo que días antes albergaba a la nobleza leal al Rey— se sirvió un lomo español que San Martín rechazó con gesto altivo. Pidió ceviche, pero no había limón: los productores de Cañete, aún leales a Fernando VII, habían retenido los cargamentos. Hasta la gastronomía tomó partido.
Cuando el Conde de la Vega del Ren intentó brindar por el Rey, su copa fue tajada al vuelo por un sable patriota. El brindis quedó en el aire, igual que el equilibrio político del nuevo Perú. Porque mientras los brindis se multiplicaban, las traiciones no se detenían: tres firmantes del Acta enviaron emisarios al Cusco con mensajes ocultos, y el alcalde de Lima fue sorprendido quemando documentos en su jardín trasero. La traición tenía múltiples acentos.
El padre de la patria duda en su diario
Esa noche, en la intimidad de su cuaderno, San Martín dejó constancia de su incertidumbre. El diario, hallado años después en Bruselas, no miente:
"Hoy he dado a luz una nación que no sabe si quiere nacer. Estos nobles firmaron por miedo, estos sacerdotes por conveniencia, y estos pobres por hambre. Solo los negros libertos gritaron con alma verdadera. ¿Será suficiente?"
La pregunta retumba dos siglos después. La independencia fue declarada, sí, pero no consolidada. Esa noche, mientras las copas se vaciaban en Lima, el ejército realista reorganizaba sus fuerzas en la sierra. La guerra seguía. La libertad apenas daba sus primeros pasos, con vendajes.
A medio camino entre la gloria y la duda
Hoy, a 204 años de aquel día, conviene mirar más allá del bronce. Recordar que la independencia no fue un acto puro, sino una construcción a tirones, plagada de contradicciones. Que hubo heroísmo, sí, pero también cálculo, miedo, resistencia. Que el Perú no nació de una sola voluntad, sino de una suma de temores, intereses, corajes y silencios.
Y que entre los muchos olvidados de la historia, vale la pena recordar al prior dominico arequipeño Fray Vicente de Cavero, que estuvo donde el arzobispo se negó a estar. Que sostuvo el acto religioso sin miedo, sin ostentación y sin recompensa. Como tantos otros patriotas anónimos.
Porque la independencia del Perú no fue un milagro ni una obra cerrada. Fue, y sigue siendo, un proceso. Una bandera que se cose mientras flamea. Una jura que cada generación debe volver a hacer, esta vez, con menos miedo y más verdad.
¡Viva el Perú libre!
Y que la historia siga contando lo que aún no se ha dicho.