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Suplemento de Arequipa: ¡Feliz 485.° aniversario, Arequipa, celebra con orgullo y tradición!

Que el Misti te siga guardando, que el Chili te siga cantando, hermosa Ciudad Blanca

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DIARIO VIRAL

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Cada 15 de agosto, Arequipa no solo celebra su fundación, sino que reafirma una verdad más profunda: su permanencia en el tiempo como idea, como destino, como herencia. Fundada en 1540 por Garcí Manuel de Carbajal, pero soñada desde mucho antes por la voluntad prehispánica, la ciudad no nació con piedra ni cruz, sino con un mandato tácito: resistir. Y resistió.

Arequipa es eso que los poetas han intentado capturar sin éxito total, porque ¿cómo encerrar en verso un cielo eternamente azul, tres montañas tutelares que fungen de templo, y una campiña que es el verde improbable en medio de un desierto? ¿Cómo explicar que el Misti, con su cono perfecto, no solo preside la ciudad, sino que la interroga? Por lo que se expresa: “No en vano se nace al pie de un volcán”.

El viajero que llega no se demora en entender por qué la llaman “la Blanca Ciudad”. Es el sillar, sí, esa piedra de lava que parece haber encendido el alma de sus edificadores. Pero también es una blancura más honda, más simbólica: la blancura del carácter, de la resistencia, de la vocación de permanencia. En las calles del Monasterio de Santa Catalina, en la geometría de los templos, en la picantería de sus sabores, hay un pulso de identidad que no se apaga.

La Arequipa colonial no fue sumisa. Se forjó en luchas, en rebeliones. Y sus fundadores no fueron ángeles ni demonios: fueron hombres. De carne, hueso, ambición, virtud y contradicción. El teniente de gobernador Garcí Manuel de Carbajal repartió tierras con mesura y vivió para la ciudad. Juan de la Torre entregó a su propio hijo a la justicia y enseñó la doctrina a los indios a sus más de setenta años. Miguel Cornejo, sin título ni ostentación, fue alcalde y tesorero. Alonso Ruiz, analfabeto, trajo de España el título de Ciudad y el escudo. No eran perfectos, pero fueron fundadores. Y en eso, hay ya grandeza.

A ellos se sumaron otros tantos, soldados de Cajamarca, mestizos del pueblo, criollos de ambición. Todos dieron algo. Algunos lo dieron todo. No solo por Arequipa, sino por el Perú, por América. Allí están los nombres: Vizcardo y Guzmán, el de la “Carta a los españoles americanos”; Mariano Alejo Álvarez, el abogado del derecho natural; Mariano Melgar, el yaraví hecho revolución; Francisco de Quirós y Nieto, conspirador en Lima; Magdalena Centeno, mártir silenciosa. Hombres y mujeres que entendieron que Arequipa era más que un lugar: era un compromiso.

¿Y qué decir de su religiosidad? No por casualidad el papa Pío XII la llamó “la Roma del Perú”. No solo por la cantidad de templos, obispos y cardenales, sino por la forma en que la fe se incrustó en la vida. En las andenerías de Paucarpata, en los altares del Chachani, en la vida silenciosa de la Beata Ana de los Ángeles Monteagudo. Porque en Arequipa, la fe no fue doctrina, fue paisaje, fue cultura, fue carácter.

La campiña arequipeña, esmeralda insurgente frente al ocre de la tierra, no es un adorno. Es símbolo. Es el ejemplo más claro de la alianza entre el hombre y la naturaleza. A centímetros del desierto, el chacarero arequipeño arranca la vida con tozudez, como quien sabe que rendirse no es opción. Esa terquedad vegetal es también política, cultural, vital.

La ciudad, como toda ciudad viva, cambió. Llegaron otras costumbres, algunas asumidas, otras resistidas. Ya en 1623, los ambulantes causaban trastornos. Pero la médula no cambió. Porque Arequipa ha sabido siempre absorber sin disolverse, asimilar sin negarse. Por eso su arquitectura, por eso su comida. El chupe de camarones, el rocoto, el adobo, el chaque: no son solo recetas, son actos de memoria.

Arequipa educó, escribió, pintó, inventó. Desde los juristas como José Luis Bustamante y Rivero hasta los poetas como César Atahualpa Rodríguez; desde los científicos como Pedro Paulet hasta los músicos como Ballón Farfán. Su aporte al Perú —y al mundo— está en las leyes, en las letras, en los planos, en las partituras. La ciudad donde “hay más doctores que en Salamanca”, como se decía antes, sigue sembrando sabiduría.

En tiempos de Independencia, mientras otros esperaban, Arequipa actuaba. En 1780, indígenas y mestizos como Quispe, Mamani y Soncco protagonizaron la Rebelión de los Pasquines, anunciando el despertar del alma nacional. Melgar murió en Umachiri por un ideal. Vizcardo escribió desde el exilio. Álvarez Thomas proclamó la independencia argentina. Escobedo fue caudillo en Guayaquil. Cavero, el fraile arequipeño, explicó en Lima que la libertad no era herejía. Cada uno de ellos —y muchos más— es una piedra viva en los cimientos de la República.

Hoy, cuando la ciudad cumple 485 años, el mandato de Carbajal sigue vigente. Aquel de “cercar y edificar en seis meses” no era solo literal. Era una forma de decir: “Hagan patria aquí”. Y se ha hecho. A pesar de los terremotos, de las guerras, de los incendios del alma o del cuerpo, Arequipa se ha reconstruido siempre. Porque su historia no es de ruinas, sino de reconstrucción.

Por eso, este homenaje no es al pasado, sino al presente continuo de una ciudad que, como diría el poeta, “es una mezcla de poeta, de demagogo y militar. Mujer en la apariencia, cuando sueña; varón en realidad”. Arequipa ha soñado. Y ha peleado. Y ha amado. Y ha resistido. Y ha creado. Y sigue. Como si recién comenzara.

A los pies del Misti, la historia no termina nunca. Solo cambia de forma. Porque esta es, como escribió aquel bardo: “la Villa que fundaste; ésta es tu siembra, Carbajal; tan promisoria y tan muchacha, como si fuera a comenzar”.

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