Escribe: Sergio Trejo
Murió en silencio, como vivió tantas veces en Roma: al margen de protocolos, lejos de la pompa, acompañado por el murmullo de sus días finales. Jorge Mario Bergoglio, el papa que vino del sur con acento porteño y corazón franciscano, falleció este lunes en el Vaticano, a los 88 años. Su pontificado no buscó consolidar el poder, sino desmontarlo en nombre del Evangelio.
En la plaza de San Pedro, que tantas veces desafió con gestos simples —una silla de ruedas, una bendición bajo la lluvia, un abrazo a un niño desfigurado— se reúnen fieles, turistas y reporteros. Algunos lloran. Otros rezan. Todos sienten que algo distinto termina hoy.
Francisco no fue un papa de respuestas fáciles. Devolvió a la Iglesia su condición de pregunta abierta, camino en movimiento, institución que se escucha a sí misma. No cambió los dogmas, pero sí el lenguaje con el que la Iglesia hablaba al mundo: del mandato pasó a la invitación.
Desde su primera aparición en el balcón, el 13 de marzo de 2013, rompió expectativas: sin anillos beatos ni atuendos dorados, saludó con un simple “buona sera” y pidió ser bendecido antes de bendecir. Mostró cansancio, humildad y una sonrisa tímida.
Su papado fue de desprendimiento: de poder, de vanidad, de tradiciones entendidas como carga. No fue ingenuo; actuó con prudencia jesuita. Reformó estructuras, pero, sobre todo, cambió la mirada de la Iglesia: desde arriba hacia abajo, desde dentro hacia fuera.
Insistió en hablar de descartados, misericordia y fraternidad universal en tiempos de productividad, castigo y muros. Con Laudato Si’, firmó un manifiesto ecológico con impacto mundial; con Fratelli Tutti, propuso una ruta moral para una humanidad fragmentada.
También enfrentó resistencia interna. Algunos lo acusaron de ambigüedad y de politizar la fe. Él respondió con gestos, no con documentos. En América Latina fue símbolo popular; en Europa, Asia y África, lo escucharon presidentes y migrantes. En Roma, murió como vivió: rezando, hablando del cielo, de los pobres, de los jóvenes, de las guerras y de una Iglesia más libre. Su silla está vacía, pero su huella permanece: fue pastor, no pontífice, y su ternura fue su fe.