Miscelánea

Ana de los Ángeles: entre ruinas y revelaciones

Una vida que encarna el alma mestiza, mística y tenaz de Arequipa

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DIARIO VIRAL

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La beata Ana de los Ángeles Monteguado nació un 26 de julio del 1602. Y como se estilaba entre las familias principales de Arequipa, fue entregada al monasterio de Santa Catalina a los tres años para ser educada. Allí aprendió letras y rezos, costuras y silencios. Volvió a casa a los ocho años, pero algo había quedado sembrado en esos muros. La semilla de una vocación que ni los litigios familiares ni las promesas de alianzas ventajosas lograrían extirpar.

A los quince años, tras una visión de Santa Catalina de Siena, Ana tomó una decisión que rompió con las expectativas familiares: quiso profesar como monja. La escena ha sido contada muchas veces: una madre que la espera con joyas, vestidos, futuros prometedores; y una hija que lo deja todo por el hábito. 

En aquel gesto de firmeza adolescente se esconde una revolución silenciosa. Porque ingresar al convento, para muchas mujeres criollas de la época, era tanto una vía de escape como una afirmación de poder. En la clausura, donde el mundo se reducía a muros, Ana encontró el espacio para expandir su alma. 

Allí vivió hasta morir, convirtiéndose en priora, consejera, y en una de las figuras místicas más notables del Perú virreinal.

Pero su santidad no fue flor de invernadero. Creció entre escombros y estrategias. La Arequipa de Ana era una ciudad que se reconstruía sin cesar. En 1600 tenía apenas 4000 habitantes, y cada terremoto la obligaba a repensarse. El Monasterio de Santa Catalina era en sí mismo una ciudad dentro de otra: con propiedades rurales, complejas jerarquías, y una vida económica vigorosa. En ese entorno, Ana destacó no por sus bienes, sino por su ascetismo y visiones. Su figura encarna la espiritualidad barroca de la contrarreforma, con sus énfasis en la interioridad, el sacrificio y las revelaciones sobrenaturales.

Y sin embargo, Ana no vivió de espaldas al mundo. Su vida refleja las tensiones de su época: la pugna entre las élites españolas y mestizas, las mujeres entre el deber familiar y la vocación propia, los conventos como espacios de encierro y de poder. Su decisión de consagrarse a Dios fue también una forma de resistencia frente a un orden que reducía a las mujeres al rol de esposas útiles o hijas obedientes. Desde el claustro, Ana tejió otra genealogía: la de las mujeres que eligieron el silencio para hacerse oír en la eternidad.

Tras su muerte en 1686, la memoria de Ana no desapareció. Su proceso de beatificación, iniciado en el siglo XVII, se extendió durante siglos hasta ser culminado por Juan Pablo II en 1985. El reconocimiento llegó tarde, pero llegó. Hoy, mientras los turistas recorren cada recoveco del Monasterio, la figura de Ana vuelve a ser convocada no solo como santa, sino como símbolo.

Símbolo de una ciudad cuya belleza está hecha de piedras volcánicas y cicatrices sísmicas. De una sociedad que aprendió a convivir con sus contradicciones: la nobleza indígena y la ambición peninsular, el esplendor del hábito y la ruina de los bienes. De una historia donde la santidad no era evasión, sino acto de voluntad.

Ana de los Ángeles Monteagudo fue hija del mestizaje, del despojo, de la reconstrucción. Su vida se nutrió del silencio, pero su legado resuena como campana. Quizá porque, como Arequipa misma, supo mantenerse en pie mientras todo a su alrededor se derrumbaba. O quizá porque entendió, antes que muchos, que la vocación no es un destino impuesto, sino una fidelidad íntima que se cultiva a pesar de todo.
 

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