Para los pocos que aún los recuerden, los años ochenta y noventa estuvieron plagados de músicos virtuosos que de tanta adulación de su público cautivo, terminaron creyendo su condición de dioses de la sonoridad, e iniciaron un viaje sin retorno a la autoindulgencia, dejando de creer y crear obras que puedan tener alguna relevancia o significado, excepto para ellos mismos.
Solistas virtuosos como, Joe Satriani, Steve Vai, Yngwie Malmsteen, Paul Gilbert, Marty Friedman, John Petrucci, Vangelis, Kitaro, Jean Michel Jarre, Andreas Vollenweider o Jan Hammer o formaciones como Era, Enigma, China Drum, Deep Forest, Delerium, Adiemus o Sacred Spirit destacaron por la calidad interpretativa suscitada por su destreza con los instrumentos que ejecutaban o bien por un aura de misticismo y misterio que los envolvía como personajes casi etéreos que pretendían ser.
Si bien muchos de los músicos referidos anteriormente iniciaron sus carreras promisoriamente, en el curso de su trayectoria perdieron la brújula, transmutando sus creaciones, de piezas de originalidad y valor, en clichés grandilocuentes, sobre manipulados y vacíos, así, el filo de guitarristas como Malmsteen o Vai, se convirtió en retórica pastiche de sí misma, pretenciosa y plana, llena de complejidades innecesarias y hasta absurdas, en un intento de autoglorificación que solamente transformó a su música en monotonía digna de construcciones midi de ascensores o en el mejor de los casos de ambientación para supermercados.
Similar suerte corrieron bandas como Deep Forest o Enigma, que en su intento de hacerse cada vez más accesibles, rozaron la ridiculez, perdiendo valía a tal punto, que sus álbumes son infaltables en los remates de discos a precios irrisorios, pues todo melómano dejó de tomarlos en serio, adquiriendo, también la condición de música ambiental de fondo.
El tiempo, y la aparición de propuestas mucho más innovadoras y arriesgadas, desaparecieron del mapa a estas especies, reduciéndolos a vagos recuerdos en las memorias de algunos boomers que, a fuerza de obstinación y subjetividad aún les guardan afecto, sin percatarse de que, probablemente, sean solo póstumos adoradores de falsas deidades.
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