Año nuevo, vida nueva, dice el refrán. En menos de 72 horas daremos vuelta al calendario y entraremos en el 2026 con la esperanza intacta y la memoria cansada. Tendremos 365 días para escribir nuestra historia personal y, querámoslo o no, para añadir un párrafo más a la historia del país. No será un año rutinario ni cómodo. Será, más bien, un año bisagra: o corregimos el rumbo o aceptamos —sin derecho a queja— las consecuencias de la pasividad.
El inventario de problemas no admite eufemismos. La inseguridad ciudadana ha dejado de ser percepción para convertirse en experiencia cotidiana. La minería informal avanza como un Estado paralelo, la Amazonía se deflora a ritmo de impunidad, el gasto público se desborda sin control efectivo y el Congreso persevera en la producción de leyes diseñadas para proteger intereses mezquinos antes que el bien común. Nada de esto es nuevo; lo nuevo sería seguir fingiendo sorpresa.
El 2026 nos colocará frente a una decisión elemental: elegir si premiamos a quienes han protegido la corrupción durante los últimos años o si, por un momento de lucidez mental y razonamiento frío, apostamos por opciones distintas. No siempre lo viejo conocido es mejor que lo nuevo por conocer, sobre todo cuando lo conocido ha demostrado una notable eficacia para fracasar. Investigar, contrastar y reflexionar no son lujos intelectuales; son deberes cívicos mínimos.
El escenario político que se asoma es frágil. Venimos de seis presidentes en ocho años y de un sistema de partidos pulverizado. La fragmentación será alta y el riesgo de ingobernabilidad será real. Pero también existe una posibilidad —estrecha, sí— de que emerjan fuerzas capaces de construir consensos básicos y moderar la relación entre Ejecutivo y Legislativo. El desenlace dependerá menos de discursos encendidos y más de la aritmética del poder y la voluntad de acuerdos.
En lo económico, el país se pronostica que crecerá, pero sin épica. Entre 2.5% y 3.5%, condicionado a los precios de los minerales y a una inversión privada cautelosa. La inflación seguirá contenida, aunque vulnerable a shocks externos y climáticos. La dependencia de materias primas persistirá, mientras la diversificación avanza a paso lento. Nada colapsa, pero nada despega con decisión.
El malestar social seguirá ahí, latente. La desconfianza institucional supera ampliamente el 80% y las demandas insatisfechas —educación, salud, seguridad— no admiten más aplazamientos. Las protestas volverán cuando la corrupción asome o las reformas se perciban como imposiciones. En paralelo, nuevas generaciones, ajenas al fervor del bicentenario, exigirán resultados concretos y no relatos épicos.
En el frente internacional, el Perú mantendrá su equilibrio pragmático entre China y Estados Unidos, fortalecerá la Alianza del Pacífico y mirará con preocupación las crisis vecinas. Todo ello bajo la sombra del cambio climático, del fenómeno de El Niño y de un mercado global impredecible.
El 2026 no traerá milagros. Traerá, eso sí, consecuencias. La ventana de oportunidad existe, pero es estrecha. Si la desperdiciamos, no será por falta de diagnósticos, sino por exceso de indiferencia. Y esa, a diferencia del calendario, no se renueva con el año nuevo.