El teniente general Óscar Arriola asumió como comandante general de la Policía Nacional del Perú (PNP) con un discurso que sonó firme: combatir la criminalidad y recuperar la confianza ciudadana. Sin embargo, su punto de partida es un terreno minado. Hoy la Policía no goza de respeto ni respaldo social. Sus buenas acciones, que existen, quedan invisibilizadas por los escándalos de agentes que participan en bandas criminales, que extorsionan, que asesinan o que agreden a la población que deberían proteger.
La PNP se ha convertido en una institución con dos caras. Mientras algunos policías exponen la vida en operativos, otros protagonizan robos, cobros ilegales, abuso de poder y hasta choques violentos entre ellos mismos. Esa doble realidad ha generado un rechazo profundo de la ciudadanía, que ya no cree en uniformes ni en discursos. La criminalidad está en las calles, pero también dentro de la propia Policía, y esa es la herida más difícil de sanar.
Arriola prometió limpiar la institución y no tolerar corrupción ni abusos. Pero las promesas de cambio ya se escucharon antes y casi siempre quedaron en palabras. ¿Por qué esta vez debería ser distinto? El verdadero desafío será demostrar con acciones rápidas y ejemplares que la PNP puede expulsar a los malos elementos y sancionar a quienes manchan el uniforme. Mientras eso no ocurra, cualquier anuncio sonará vacío frente a una población cansada de impunidad.
La Policía no puede exigir respeto cuando es la primera en romperlo. “No se puede pedir respeto sin ofrecerlo primero”, dijo Arriola, y esa frase puede ser un buen inicio si se traduce en hechos concretos. El país necesita una PNP que proteja, no que intimide; que limpie sus filas, no que las encubra. Si el nuevo comandante general no enfrenta con firmeza a la corrupción interna, su gestión será solo un capítulo más en la historia de una institución cada vez más rechazada.