Dos tercios de la población mundial olvidamos hoy nuestros egoísmos y materialismos, para recordarnos que somos hijos de Jesús, el humilde carpintero de Galilea cuyas enseñanzas de amar y perdonar al prójimo, siempre serán el camino certero para la felicidad.
Durante 2 mil años la ciencia es prudente y respetuosa cuando se buscan explicaciones al nacimiento de Jesús en el pesebre de Belén, el acontecimiento más trascendente anunciado desde el Antiguo Testamento. Y hasta la estrella que guio a los reyes del oriente, Gaspar, Melchor y Baltazar, sigue incólume en épocas de la inteligencia artífica.
Tanta agua ha corrido por la faz de la tierra desde entonces, que vale preguntarse si la vida de Jesús no fue la siembra apropiada de luz y vida, para el enriquecimiento valorativo de la humanidad. Para que, en nuestra meditación habitual, evaluemos nuestra existencia cotidiana y la orientemos hacia la felicidad. Hacia las enseñanzas de Jesús.
Los hombres festejamos hoy su nacimiento y gozamos sintiendo que la paz y el sosiego nos hermanan y enaltecen como raza humana. Como cónyuges, padres, hijos y hermanos. Pero mañana, al despertar, nuestros sentimientos tan cálidos se desvanecerán como el agua cuando se posa en rocas calientes.
Quizá por ello, los cristianos, protestantes, ortodoxos y parte importante de los budistas e hindúes, anhelamos vivir la fiesta de la navidad. Recocemos, en el fondo, que evocar a Cristo, aunque sea por un día, nos proporcionará un bálsamo de paz espiritual, en un mundo cuya violencia social, racial, laboral y sexual, amenaza hasta la supervivencia del hombre.
Y es una lástima que así sea, porque las enseñanzas de Cristo son páginas cristalinas que ilustran el camino a la felicidad. La primera de ellas es vital. Amemos al prójimo si esperamos ser amados luego. Si no sembramos amor, en la cosecha habrá soledad e indiferencia. Amemos a nuestra familia, el prójimo más cercano, valioso e importante.
Cristo también nos enseñó el valor de la pertenencia, aquella puerta que nos recuerda que gozar con los logros de los demás, también es amor. Consecuentemente las limitaciones y desdichas del prójimo también son nuestras. Y quedan otras dos enseñanzas primarias de Jesús. El autovalor que estamos obligados a tener de nuestras personas, porque somos irremplazables y muy valiosos para los demás, especialmente para nuestros seres queridos. Y, finalmente, rescatar nuestra necesidad de autonomía, porque los dones que poseemos deben sembrarse, cultivarse y cosecharse a plenitud. El lado obscuro es la independencia porque no somos islas y daña la posibilidad de ser amados.
Hoy, que es Navidad, comencemos por la gran enseñanza de Cristo: amemos con fuerza, sin condiciones ni mezquindades a nuestra familia, el prójimo más próximo e importante.