Perú se encamina hacia las elecciones generales de 2026 con un dato sin precedentes: 43 partidos políticos están inscritos y habilitados para participar. A simple vista, esto podría interpretarse como un signo de vitalidad democrática. Sin embargo, detrás de esta aparente diversidad se esconde una preocupante realidad: la mayoría de estas organizaciones carece de estructura sólida, transparencia interna y mecanismos efectivos de participación ciudadana.
Este fenómeno no es nuevo, pero se acentó. Partidos que surgen poco antes de las elecciones, formados alrededor de figuras mediáticas o con agendas improvisadas, tienden a desaparecer tras los comicios o a actuar como meros vehículos electorales.
La inscripción formal no garantiza compromiso con el país ni preparación técnica para gobernar. Y peor aún, diluye el voto ciudadano, fomenta el clientelismo y complica la gobernabilidad. El resultado es un sistema político desordenado, en el que nadie asume responsabilidades de fondo.
Lo más alarmante es que incluso los partidos tradicionales —aquellos con historia y representación— han caído en prácticas que distancian a la ciudadanía: candidaturas recicladas, escasa autocrítica y desconexión con las necesidades reales del país. La política es terreno fértil para intereses personales o de grupo, en vez de ser una plataforma para el servicio público. Sin una reforma profunda, seguiremos repitiendo un patrón de elecciones con alta participación formal y baja calidad.
De cara a 2026, el reto no solo es elegir entre una larga lista de candidatos. El verdadero desafío es exigir a los partidos que se transformen, que rindan cuentas, que escuchen y se abran a la participación ciudadana. La democracia no se mide por cantidad de opciones, sino por la calidad. Y hoy, lamentablemente, la oferta partidaria refleja más debilidad que pluralismo auténtico.