Hay símbolos que no solo coronan una ciudad, sino que la moldean desde dentro. En Arequipa, ese símbolo es el Misti. Más que un volcán, es un espejo que refleja el carácter de su gente, altivo, imponente, a veces silencioso, pero siempre presente. Su silueta define el horizonte y su figura domina el imaginario colectivo desde hace siglos. Ser arequipeño, en muchos sentidos, implica convivir con esa presencia que vigila, inspira y recuerda el poder de la naturaleza.
El Misti ha sido, desde tiempos prehispánicos, una deidad respetada. Los antiguos lo miraban con temor y reverencia, conscientes de su fuerza creadora y destructora. Con la llegada de la Colonia, esa veneración se transformó, pero nunca desapareció. El volcán continuó siendo un punto de referencia espiritual, una metáfora viva del orgullo y la resistencia. En cada poema, en cada pintura y en cada canción popular, el Misti aparece como un guardián y, al mismo tiempo, como un desafío.
Su influencia cultural es silenciosa pero profunda. La arquitectura de sillar, extraída de sus entrañas, no solo le da a la ciudad su nombre de blanca, sino que simboliza la capacidad de los arequipeños para construir belleza sobre la piedra y la adversidad. Incluso el temperamento local firme, crítico, apasionado parece haber sido forjado al calor de ese volcán que duerme, pero no se apaga.
Hoy, el Misti sigue siendo una brújula emocional. En tiempos de modernidad acelerada y pérdida de raíces, mirar hacia él es recordar de dónde venimos. Representa la permanencia en medio del cambio, la identidad en medio del ruido. Tal vez por eso, cada atardecer, cuando el sol enrojece su cumbre, el arequipeño siente que ahí, en ese gigante silencioso, late una parte de su historia. Su presencia, inmóvil pero poderosa, nos recuerda que toda cultura necesita un símbolo que la mantenga unida, un punto fijo en la incertidumbre. En su silencio habita la voz del pasado y el eco del porvenir, una promesa de continuidad que inspira a generaciones. Y mientras el mundo cambia, el Misti permanece, observando con paciencia, recordándonos que la identidad no se impone: se cultiva, se siente y se defiende.