Los que vienen siguiendo el evangelio de las misas dominicales recordarán que el de hace tres domingos comenzó con una pregunta hecha a Jesús: «¿Qué tengo que hacer para alcanzar la vida eterna?» A la que Él respondió haciendo recordar a su interlocutor lo que dicen las Sagradas Escrituras: Amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a sí mismo; y a través de la parábola del buen samaritano nos exhortó a hacernos prójimo de todo aquel que nos necesita, indicándonos así el camino para ir al Cielo (Lc 10,25-37). La experiencia, sin embargo, nos demuestra que amar así excede la capacidad de nuestra sola naturaleza humana. De ahí la importancia de lo que nos enseñó el evangelio del domingo siguiente al afirmar, refiriéndose a la hermana de Lázaro que no se había dejado distraer por otros quehaceres, sino que estaba atenta a la predicación de Jesús: «María ha escogido la parte mejor y no le será quitada» (Lc 10,38-42). Escuchar a Jesús, la Palabra eterna de Dios que se ha hecho hombre, y acogerlo en nuestra vida, es la fuente que hace posible que brote en nosotros ese amor, la vida eterna que no nos será quitada. Y de ahí la importancia de la oración, de la que Jesús nos habló en el evangelio del domingo pasado, en el que nos enseñó a rezar el “Padre Nuestro” y a pedir a Dios el Espíritu Santo, porque: «los que son portadores del Espíritu de Dios son conducidos al Verbo, es decir al Hijo, pero el Hijo los presenta al Padre y el Padre les concede la incorruptibilidad» (San Ireneo, en: Catecismo de la Iglesia Católica, n. 683).
En síntesis, la vida eterna se alcanza acogiendo el amor de Dios y dejándose transformar por él hasta amar a Dios y al prójimo. Para ello, como diría san Agustín, los hombres necesitamos convertirnos continuamente de las criaturas al Creador, porque nuestra naturaleza humana, debilitada a causa del pecado original, tiende a ir detrás de las criaturas y los ídolos de este mundo, en especial las cosas materiales y los placeres desordenados. Contra estas tentaciones nos alerta Jesús en el evangelio de este domingo, relatándonos la parábola de un hombre que, después de haber amasado una gran fortuna, se dijo: «tienes bienes almacenados para muchos años; descansa, come, bebe, banquetea alegremente», a lo que Dios le dijo: «Necio, esta noche te van a reclamar el alma, y ¿de quién será lo que has preparado?». Parábola que Jesús termina diciendo: «Así es el que atesora para sí y no es rico ante Dios» (Lc 12,13-21).
Comentando este pasaje del evangelio, hace unos años el Papa Francisco dijo que el término “necio” usado por Jesús se refiere a que, al hacer sus planes, el hombre de la parábola no había tomado en cuenta los posibles planes de Dios: «Es necio porque en la práctica ha negado a Dios, no ha contado con Él». Ese hombre puede ser cualquiera de nosotros si no estamos atentos a la tentación de la codicia y los placeres. Por eso, el mismo Papa terminó su alocución exhortándonos a «tender hacia una vida realizada no en el estilo mundano, sino en el estilo evangélico: amar a Dios con todo nuestro ser, y amar al prójimo como Jesús nos amó, en el servicio y el don de sí mismo» (Angelus, 4.VIII.2019).