A dos años de su fuga, Vladimir Cerrón Rojas sigue siendo el símbolo más visible de la impunidad política en el Perú. Mientras la justicia lo busca por presuntos aportes ilícitos a su partido, el líder de Perú Libre continúa prófugo, activo en redes sociales y con voz política propia. Su caso no solo revela las grietas del sistema judicial, sino también el poder que aún ejerce un hombre que debería estar tras las rejas.
Cerrón no tiene un poder formal, pero mantiene influencia real. Su estructura partidaria sigue activa, sus simpatizantes lo defienden y su figura continúa marcando la agenda política de la izquierda radical. En paralelo, la ineficiencia del Estado —sumada a la falta de inteligencia operativa y coordinación policial— le ha permitido moverse sin ser capturado. No hay redada, ni alerta migratoria, ni cooperación eficaz con la Interpol que logre ubicarlo. Y cada día que pasa en libertad, el descrédito institucional crece.
El congresista Edwin Martínez calificó esta situación como un “descaro total”, y no le falta razón. En cualquier democracia funcional, un prófugo con orden de captura no podría escribir libros ni difundir mensajes políticos con normalidad. Pero en el Perú, Cerrón lo hace desde la clandestinidad, sin que la Policía ni el Ministerio Público logren resultados. La congresista Martha Moyano lo resumió con crudeza: “No tenemos inteligencia”. Y lo cierto es que, en este caso, tampoco parece haber voluntad.
Cerrón es prófugo, pero también es un síntoma. Representa a una élite política que aprendió a sobrevivir entre los vacíos legales, las redes partidarias y la desidia del Estado. Su poder no proviene del cargo, sino de la impunidad. Mientras siga libre y opinando como si nada, no solo se burla de la justicia: nos recuerda, todos los días, que en el Perú la ley persigue a los débiles, pero se rinde ante los poderosos.