Albania ha sorprendido al mundo al nombrar a una inteligencia artificial, bautizada como Diella, Ministra de Estado para la lucha contra la corrupción. La criatura digital, sin intereses personales ni vínculos políticos, analizará ingentes volúmenes de datos para detectar irregularidades y agilizar los servicios públicos. Un hito que, de inmediato, enciende tanto la admiración como el escepticismo.
La humanidad lleva siglos soñando con máquinas pensantes. Desde el Golem de la tradición judía hasta el Frankenstein de Mary Shelley, la literatura anticipó las preguntas que hoy son urgentes.
En el siglo XX, Alan Turing abrió la puerta con su célebre pregunta: “¿Pueden las máquinas pensar?”. Y John McCarthy dio nombre oficial a la Inteligencia Artificial. El resultado es este presente donde algoritmos y sistemas aprenden, deciden y, en Albania, gobiernan.
Pero la fascinación convive con el miedo. La ciencia ficción se encargó de advertirlo: robots que se rebelan contra sus creadores en R.U.R. de Karel Capek, sociedades condicionadas en Un Mundo Feliz, el ojo opresivo de 1984, o el dilema ético de Yo, Robot, donde las máquinas, obedeciendo ciegamente la lógica, terminan controlando al hombre “para protegerlo”.
La experiencia histórica es clara: cada avance tecnológico es promesa y amenaza. La imprenta iluminó con el saber, pero también multiplicó panfletos incendiarios. La energía nuclear alumbró ciudades y arrasó otras. La IA puede ser la herramienta definitiva contra la corrupción —rápida, objetiva, incorruptible— o el instrumento perfecto de opresión, cuando su frialdad matemática ignore la dignidad humana.
Hoy, Albania se presenta como pionera, pero también como laboratorio de un experimento que otros gobiernos podrían imitar. ¿Podrá Diella resistir la tentación de ser manipulada por quienes controlan su código? ¿Garantizará transparencia o inaugurará una era de vigilancia aséptica pero implacable?
Lo que está en juego no es solo la eficiencia administrativa, sino la frontera misma de lo humano. Si entregamos a la máquina el juicio moral, habremos delegado la libertad en nombre de la eficacia. Y la eficacia sin alma es un atajo hacia la deshumanización.
La Inteligencia Artificial es, quizá, el espejo más fiel de nuestra condición: en ella proyectamos tanto el anhelo de justicia como la sombra de nuestros temores. La pregunta no es si puede gobernar, sino si nosotros, con nuestras limitaciones, sabremos gobernarla.