Opinión

Las hojas que aún me quedan por escribir

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DIARIO VIRAL

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En la escuela primaria hubo un cuaderno que siempre me produjo un leve temblor en las manos: el de caligrafía. A doble línea, exigente, implacable. Había que trazar morisquetas que, en teoría, “soltaban la mano” y nos encaminaban hacia “tener una buena letra”. Una tarde, cuando la campana de salida ya se preparaba para tañer, me faltaba más de media página de aquellas letras “O” entrelazadas. A mí me salían torres altísimas, pulgas diminutas —como decía mi maestro—, carrizos flacos o sandías desbordadas. Y entonces, comenzaba el suplicio: pensaba “no me van a salir” y, como profecía autocumplida, salían peor.

El segundo tormento era el borrador. Cuando lo tenía, dejaba el papel lleno de nubes grises; cuando no, lo había perdido o, peor aún, me lo había comido, distraído entre trompos, bolitas, run run y los mandados que debía hacer. Esa tarde, mientras mis compañeros ya habían salido, yo veía por la ventana cómo las pardelitas emprendían vuelo rumbo al mirador o al techo de la iglesia. Y yo seguía allí, atrapado entre mis monstruosas oes.

En la desesperación, humedecí mi dedo y comencé a frotar la hoja. Salieron pequeños rizos negros, como los “gallinazos” que se desprendían de mis pies al bañarme. Hasta que ¡horror!: apareció un hueco perfecto, un blanco impoluto que dejaba ver la hoja siguiente. ¿Y ahora? En ese instante comprendí que había un límite para borrar, que el afán de corregir también destruye.

Han pasado más de sesenta años desde aquella tarde. Y, en el crepúsculo de mi vida, regresa aquel Chalito de seis años, tembloroso, pidiéndome ayuda. Hoy puedo decirle que no tema: que la vida, como ese cuaderno, siempre ofrece nuevas páginas para equivocarse y seguir escribiendo. Que, no existe infancia sin tachaduras ni adultez sin huecos.

Kierkegaard decía que la vida solo puede entenderse mirando hacia atrás, pero debe vivirse hacia adelante. Y la neurociencia confirma que incluso, ahora el cerebro sigue trazando caminos nuevos, que cada error crea un aprendizaje y cada intento fortalece un circuito. Somos, en el fondo, un cuaderno vivo que se reescribe hasta el último día.

Pero, entonces surge la pregunta inevitable: ¿a mí me quedan todavía hojas? Quisiera creer que sí. Y que, al igual que aquel niño, puedo seguir escribiendo sin miedo a que alguna letra salga torcida. Porque, al final, la página más valiosa es siempre la que aún no se ha llenado.

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