La Navidad en la Arequipa de antaño no era solo una fecha marcada en el almanaque, sino un estado de ánimo colectivo que se construía con paciencia y sentido comunitario. Diciembre llegaba sin estridencias, y la ciudad comenzaba a transformarse de manera casi imperceptible, como si cada gesto cotidiano anunciara, en silencio, la cercanía del nacimiento que ordenaba el año.
En las casas de sillar, la sala se convertía en el corazón simbólico del hogar. Allí se armaba el nacimiento con esmero: musgo traído del campo, cerros improvisados con corcho, ríos de papel brillante y figuras que habían sobrevivido al paso del tiempo. No se trataba de lujo ni de competencia, sino de continuidad. Cada pastor, cada animal y cada Niño Manuelito guardaban la memoria de quienes los colocaron antes, haciendo de la Navidad un acto de herencia cultural.
Las calles acompañaban ese recogimiento. El sonido de las campanas marcaba la espera y convocaba a la Misa de Gallo, a la que se asistía caminando, en familia, como parte de un ritual compartido. El aire se impregnaba del olor del incienso, del chocolate caliente y de los buñuelos recién fritos. No había pantallas que distrajeran ni luces desmedidas: la celebración ocurría en la conversación y en el silencio.
La mesa navideña, lejos de la abundancia ostentosa, privilegiaba el encuentro. El pan de tres puntas, los quesos y los dulces tradicionales reunían a varias generaciones en torno a la palabra. Los mayores narraban antiguas Navidades y, al hacerlo, transmitían valores, costumbres y una forma de entender la ciudad.
Hoy, cuando la Navidad parece confundirse con consumo y prisa, mirar la Arequipa de antaño es más que un gesto nostálgico. Es recordar que la celebración tenía un sentido profundo: detener el tiempo, fortalecer los vínculos y reconocernos parte de una comunidad, donde la fe sencilla, la austeridad y la memoria compartida daban identidad a una ciudad que celebraba sin ruido, pero con profundo significado humano y cultural, anclado en tradiciones barriales, silencios respetuosos y una espiritualidad cotidiana que hoy parece diluirse entre luces artificiales, agendas apretadas y celebraciones cada vez más ajenas a su raíz original.
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