Lo ocurrido este domingo en Sullana es un grito de alarma que no puede ser ignorado. El violento ataque contra el alcalde provincial de Piura, Marlem Mogollón Meca, ejecutado con precisión militar y a plena luz del día, deja de ser un simple hecho policial para convertirse en una señal de que la violencia y sicariato está tocando la puerta del poder local. Seis encapuchados, armados y decididos, irrumpieron en un restaurante familiar para golpear, humillar y casi ejecutar a una autoridad que había denunciado corrupción. ¿Coincidencia? Lo dudo.
La escena —el alcalde reducido, encañonado frente a su madre nonagenaria y su hija, su esposa golpeada, los delincuentes huyendo sin dejar rastro— parece sacada de una serie sobre mafias, pero ocurrió en la vida real y en una ciudad que ya había encendido alertas por su creciente inseguridad. Este no es solo un asalto, es una advertencia. Y lo que preocupa más es el silencio institucional posterior. ¿Hasta cuándo se va a tolerar que quienes denuncian terminen en la mira?
Cuando el crimen organizado se infiltra en la política local y comienza a usar el miedo como herramienta para silenciar, la democracia se debilita desde su raíz. No podemos permitir que la violencia sustituya al debate, ni que los alcaldes trabajen bajo amenaza. Si este ataque queda impune, el mensaje es claro: denunciar cuesta caro. Y ese costo lo están pagando las autoridades que aún se atreven a señalar irregularidades.
La seguridad ciudadana no puede ser un eslogan vacío, y el gobierno central tiene una responsabilidad urgente: intervenir, proteger, investigar y actuar. La ciudadanía también tiene una tarea: no voltear la mirada. Porque lo que está en juego no es solo la integridad de un alcalde, sino la salud de nuestras instituciones. No podemos normalizar la violencia como respuesta política. Hoy fue en Sullana. Mañana, podría ser en cualquier otro rincón del país.
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